Viernes a las 21:30 h. en el tren camino casa.
Una señora vestida con ropas de calidad media, absolutamente desprovista de ningún tipo de diseño se sienta a mi lado.
Su pelo teñido en casa con un tinte caoba barato no le cubre del todo las canas.
Da una cabezada apoyándose en el cristal de la ventana a su espalda.
Abatida. No puede más.
Se inclina hacia adelante y se cubre la cara con las manos, codos apoyados en las rodillas, piernas abiertas.
La imagino llegando a su casa, recalentándose una sopa de sobre en el microondas y comiéndosela frente al televisor con la única luz que sale de la pantalla.
Quizá un hijo esté en la habitación preparándose para salir a atracar a alguien o quizá ni siquiera tenga hijos.
A lo mejor es una inmigrante de algún país del este , de Chernobil, por ejemplo. En la época del desastre ella dormía en su casa, tendría quizá quince años, y a lo mejor vivía a escasos metros de la central nuclear.
Ni se enteró, pero al levantarse por la mañana un fuerte escozor quemaba su vientre haciéndola sangrar por la parte baja de este, dejándola estéril.
Ahora se ve obligada a huir y empezar una vida sabiéndose desnaturalizada.
Sueños rotos, sin ninguna posibilidad de transmitir a ningún descendiente sus conocimientos de la vida. Sola por siempre en un mundo egoísta y calculador.
Ahora es sábado por la mañana y a pesar de ser las nueve de la mañana del gélido mes de Enero español, hace una bonita y refrescante mañana.
Rayos de luz solar apartan negras y pesadas nubes que parecían rabiosas y dispuestas a todo pero que se alegran de ver el sol.
Otra vez en el tren de las nueve y veinte. Dirección contraria, mismo trayecto. Apenas unas horas desde que llegué, vuelvo a irme.
Despejada, lavada y bien vestida, acabo de desayunar y sacar a mi perra.
Subo al tren. Me siento. Un chico adolescente, hortera y con pinta sucia. Se ve que no ha dormido en toda la noche. Tiene el pelo casi largo, pero ha vertido en él tan cantidad de gomina que forma puntas hacia el cielo. Calcetines deportivos para salir de fiesta.
A su lado pero en frente reposa otro joven inconsciente. El mira en todas direcciones, aunque cansado.
Ahora se sienta frente al vegetal y se acerca bastante. El otro no se entera.
A los pocos segundos, el sujeto hortera de cabeza punzante se levanta y se va, perdiéndose en el vagón. Quizá quería hablar con él y al no tener lo que quería, aburrido, se fue. O quizá ni siquiera eran amigos y le estaba vigilando largo rato para comprobar que si intentaba robarle no se daría cuenta.
Tren de las diez y veinte del sábado. Han pasado otras doce horas. Ansiosa por que llegue este momento, me subo más alegremente que de costumbre.
Hoy es sábado y se nota.
Gente más diversa, más cantidad de consumistas y, por lo tanto, mayor volumen de basuras. Mayor es también la mezcla de olores, a veces nauseabundos dado que se unen en una copulación olfativa infernal.
A mi izquierda una pareja de "teenagers" tontitos parlotean de cosas que no comprenden sus tiernos cerebritos y se besuquean con ganas de estar muy enamorados. Ella: Sudadera rosa chicle con capuchita, pelo repeinado lacado y gruesa línea negra cubriendo sus párpados. A diferencia de él, está sentada orientada frontalmente hacia su amado, con las piernas cruzadas aunque semiabiertas y las manos extendidas apoyadas en el regazo.
Él lleva unas Timberland color caca de perrito y, cómo no, Dockers azul marino.
Se ve obligado a darle constantes piquitos mientras habla de vanalidades con un hosco tono paleto...
Menos mal, próxima parada y me largo de este suflé de algodón de azúcar!
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